martes, 16 de julio de 2013

Última parte: Un bicho en el teclado (Teresita Suriani)

 El jefe seguía hablando sin preguntarme nada, sin esperar que yo diga nada. Era su monólogo. Yo me sumía cada vez más en mis pensamientos. Tanto me ensimismé que cuando el jefe terminó no me di cuenta y tuvo que alzar la voz.

_Campa de Ozco, ¿escuchó lo que le dije?

_Si si, claro.

¿Qué me habría dicho? Sabía que no tenía que interrumpir al jefe pero en ese momento prefería preguntar a después no saber qué hacer y así arruinar mi impecable legajo. 

_Como le dije, ahora se me sienta en ese cuartito del 4º piso y me escribe el informe. Quiero saber todo sobre su vida, ¡detalles! Eso sí, no se extienda más de 10 carillas.



¿Qué quiere saber detalles de mi vida? Mientras asentía al pedido (nunca rechazaba un informe, y en realidad en este caso no tenía la opción de decirle que no al jefe) vi que por atrás del jefe, del lado de afuera del edificio, bajaba un hombre sobre un andamio, de esos que cuelgan de los edificios altos para limpiar los vidrios. El cielo estaba celeste y se veían pájaros a lo lejos, ya casi era primavera. La intensa luz que insinuaba el día no entraba en la oficina del jefe, que tenía los vidrios semi polarizados. El hombre de limpieza pasaba con minuciosidad la escobilla limpia-vidrios. Tenía pantalones blancos y gorra blanca. Lo que me llamó la atención fue su remera. También era blanca pero tenía una inscripción en negras letras gruesas: “Vuelo solo, estoy tranquilo”.  Era parte del estribillo de una canción que está muy de moda, la pasan todo el día en la radio. Me pregunté qué significaría volar solo y estar tranquilo. No sé si puede volar solo. Sin duda se puede caminar solo, arrastrarse solo, correr, pero ¿volar? La adrenalina y excitación que sugiere el acto de volar implicaba para mí la idea de dos o más. Es sólo una canción después de todo. Yo sin duda vivía sola, pero volar… jamás había sentido que volara en mi vida.




La secretaria con el pelo cortado en forma de hongo me acompañó hasta una oficina del 4º piso. Sus tacos de madera causaban un estrepitoso ruido que hicieron de nuestro recorrido por el 4º más bien un desfile. Todos los ojos apuntaban hacia mí, que caminaba insegura detrás de la estruendosa mujer. La oficina era más bien un cuartucho infecto. Medía poco más que un cubículo, las paredes estaban gastadas, con la pintura saltada. Parecía que hubieran vaciado un cuartito de limpieza y puesto sin mucho esmero una mesita, una silla y una lámpara de pie. La secretaria me entregó un montón de hojas blancas sueltas y una birome negra.

_Cuando termine suba directo al 9º-

Y cerró la puerta.



Me senté con la birome en la mano y las hojas sobre el escritorio. ¿Por qué no me daban una computadora? No escribía a mano hace años, la birome se sentía rara, o yo me sentía rara. Mis dedos estaban más acostumbrados a tipear que a esgrimir ese palito de tinta. Enfrenté la blancura de la hoja dispuesta a cumplir como con cualquier otro informe. El jefe había dicho ‘detalles’ y ‘no más de 10 carillas’. El pedido por detalles y la imposición de una extensión tan limitada se me hicieron contradictorios. Todo sobre mi vida en 10 carillas... De repente me parecieron mucho 10 carillas. Mi vida no era del tipo que se viera muy bien en los datos o en los números. Para cualquier observador frío y calculador, para cualquier censista o cronista, mi vida no valdría ni una carilla. Vivo sola, no tengo mascotas, mi rutina diaria puede ser fácilmente trazada en 2 renglones.  ¿Qué más puedo decir que sea concreto? Que no implique mis miedos caminando ida y vuelta al trabajo, mis miedos que caminan veredas y paredes y techos. Que no parezca una sutilería barata ni una invención de cuento. Mis ansias, mis deseos, no eran nada si no podían ser clasificados o materializados. Mi vida en detalles es todo lo que no puede ser detallado, ni escrito, no es material de informe. Es muy pobre para muchos, pero es mía.



En ese momento me di cuenta que yo no pertenecía al sistema, o al mundo. No sentía mi cuerpo al lado de los otros como creo que hacen todos. No sabía jugar las reglas. Aunque trabajara eficientemente, mi vida fuera de eso no era algo interesante que leer, algo que el jefe querría tener sobre su escritorio y revisar. No sabía entristecerme como se debe, no sabía emocionarme cuando corresponde, no sé enamorarme. Esta certeza me pegó de tal manera que así quedé, colgando patas para arriba, como el bicho que maté esta mañana.



Ahora estoy colgando de la nada. Recuerdo la remera del señor que limpia los vidrios y me dan ganas de saber volar y estar tranquila, de tararear esa canción que escuchan todos y no pensar tanto. Para que mi vida pueda ser puesta en números. Pero no sé si quiero eso. No. En realidad quiero que nadie me pida un maldito informe que revele lo insatisfactoria que soy para el mundo, un excedente, una ignorante de la llamada buena vida. Me di cuenta de que estaba tan de más. Nadie me espera en casa ni juega a algún juego conmigo, ningún hijo ni padre depende de mí, no le debo nada a nadie, no pedí ningún crédito ni compré una casa, no uso descuentos, no me voy de vacaciones.

Suelto la birome, abro la puerta y corro frenética por los pasillos. Voy a toda velocidad. Pronto todos se darán cuenta de que no sé vivir como ellos y me despedirán. O cuando el jefe se dé cuenta de que no entregué el informe también me va a despedir. Tarde o temprano. Quería salir de ese edificio antes de que suceda. Salto al ascensor, con su velocidad que se reconcilia tan poco con los deseos de los hombres cuando desean ir más rápido o más lento. Llego al hall central y sigo corriendo, afuera, aire, aire. Pero afuera hay más edificios.

De repente siento la lanza ensartada en mi espalda, me levanta por los aires, mis piernas se mueven desesperadas mientras veo al bicho enorme que la empuña y ahora sí me mira. Yo lo maté esta mañana, y ahora él me mata a mí. 

Fin