Clyde vagaba, cazaba y soñaba por las altas estepas del planeta, agraciado y letal como un dios de la Hélade. Iba de un campamento a otro con sus sirvientes, sus caballos y demás seguidores cuadrúpedos, huésped bienvenido de burdos aldeanos y de nómadas, amigo y verdugo de las ariscas y veloces bestias del entorno. En las orillas de los brumosos lagos de la altiplanicie derribó aves silvestres que llegaban allí luego de atravesar al vuelo la mitad del Viejo Mundo; más allá de Bujará presenció las piruetas de los bravíos jinetes arios; y presenció también, en la luz mortecina de una casa de té, una de esas hermosas y misteriosas danzas que jamás se olvidan por completo; o, dando un amplio rodeo para bajar al valle del Tigris, se sumergió y meció en sus corrientes, enfriadas por las nieves. Mientras tanto, Vanessa, en una callejuela de Bayswater, hacía la lista semanal de la lavandería, asistía a las ventas de saldos y, en los momentos de mayor audacia, ensayaba nuevas maneras de cocinar merluza. De vez en cuando iba a reuniones de bridge, en donde, si bien el juego no era muy instructivo, por lo menos se aprendía mucho acerca de la vida privada de algunas casas reales e imperiales. En cierto modo, Vanessa estaba contenta de que Clyde hubiera hecho lo correcto. Tenía una fuerte propensión hacia el decoro, aunque habría preferido ser decorosa en un ambiente de mejor tono, donde su ejemplo habría servido más. Ser intachable ya era algo. Pero ser intachable en las vecindades de Hyde Park habría sido más grato.
Entonces sucedió que, súbitamente, sus consideraciones por el decoro y por el sentido del honor de Clyde fueron a dar al vertedero de las cosas inservibles. Habían sido útiles y de suma importancia en su momento, pero la muerte del marido de Vanessa les quitó su carácter perentorio.
La noticia de las cambiadas condiciones siguió el rastro de Clyde con despaciosa persistencia de un campamento a otro, hasta que le dio alcance y lo hizo detenerse en algún sitio de la estepa de Orenburg. Le habría resultado en extremo difícil analizar sus sentimientos al recibir las nuevas. Las Parcas, inesperada y acaso un poco oficiosamente, habían removido un obstáculo de su camino. Suponía que estaba lleno de alegría, pero no experimentaba la exaltación que había sentido unos cuatro meses atrás, cuando había cazado una onza con un tiro feliz que coronaba todo un día de infructuoso acecho. Regresaría, por supuesto, y le pediría a Vanessa que fuera su mujer, pero estaba decidido a imponer una condición: por ningún motivo abandonaría a su amor más reciente. Vanessa tendría que acceder a compartirlo con la naturaleza.
La dama saludó el regreso de su enamorado con más alivio incluso del que le había proporcionado su partida. La muerte de John Pennington había dejado a la viuda en circunstancias más apuradas que nunca, y el parque se había alejado hasta de sus esquelas, en donde lo había conservado largo tiempo a título de cortesía, según la norma de que las direcciones sirven para ocultar nuestros paraderos. Ciertamente, gozaba de más independencia que antes; pero la independencia, que significa tanto para tantas mujeres, tenía poco valor para Vanessa, quien cabía bajo el simple rótulo de "persona de sexo femenino". Aceptó sin mayor alboroto la exigencia de Clyde y se declaró dispuesta a seguirlo hasta el fin del mundo. Como éste era redondo, alimentaba la reconfortante idea de que en el curso ordinario de las cosas se encontraría tarde o temprano en el vecindario de Hyde Park Corner, no importa qué tan lejos se desviara.
Al oriente de Budapest su complacencia empezó a esfumarse; y cuando vio que su marido trataba al mar Negro con una confianza que ella misma había sido incapaz de tomarse con el canal de La Mancha, los recelos comenzaron a asediarla. Las aventuras, a las que una mujer de mejor crianza les habría encontrado un lado divertido y seductor, apenas despertaban en Vanessa la doble sensación de miedo y de fastidio. La picaban las pulgas, y estaba convencida de que únicamente el puro hastío impedía que los camellos obraran de igual modo. Clyde hacía lo posible y lo imposible por darle un toque de banquete a las dilatadas comidas del desierto; y hasta el heidsieck granizado en nieve perdía el gusto cuando se tenía la convicción de que el moreno escanciador que lo servía con tal gracia y respeto sólo esperaba la ocasión propicia de degollarlo a uno. En vano intentaba Clyde recomendar la lealtad de Yussuf, difícil de encontrar en un sirviente occidental. Vanessa tenía la suficiente instrucción para saber que todas las personas de piel morena matan con la misma frescura con que la gente de Bayswater toma clases de canto.
Y a la par que se iba haciendo cada vez más irritable y quejicosa, vino otro desencanto, nacido de la incapacidad de los esposos para encontrar temas comunes de interés. Las migraciones y hábitos de las gangas, el folclore y costumbres de tártaros y turcomanos, los cuartos de un caballo cosaco, eran asuntos que sólo despertaban en Vanessa una aburrida indiferencia. Por su parte, Clyde no vibraba de emoción al enterarse de que la reina de España detestaba el color malva, o que cierta duquesa real, cuyos gustos no era probable que él tuviera que saciar alguna vez, abrigaba una pasión violenta pero perfectamente respetable por las aceitunas.
Vanessa empezó a sacar en claro que un marido que sumaba un talante errabundo a una renta fija era una dudosa bendición. Una cosa era ir hasta el fin del mundo; y otra muy distinta era sentirse en casa allí. Incluso el decoro parecía perder algo de su virtud cuando se practicaba en una tienda.
Aburrida y desilusionada con el rumbo de su nueva vida, Vanessa no ocultó su complacencia cuando la distracción se le apareció en la persona del señor Dobrinton, a quien toparon por casualidad en la rústica hostería de una olvidada población del Cáucaso. Dobrinton se esmeraba en ser británico, acaso por consideración a la memoria de su madre, cuyo ancestro decían que derivaba en parte de una institutriz inglesa que había llegado a Lemberg allá por el siglo pasado. Si alguien lo hubiera llamado Dobrinski estando él desprevenido, es probable que hubiera contestado sin vacilación; pero juzgando, sin lugar a dudas, que la puntada final es la que importa, se había tomado una pequeña libertad con el patronímico de la familia. De aspecto, el señor Dobrinton no era un ejemplar masculino demasiado atractivo; pero a los ojos de Vanessa era un vínculo con la civilización que Clyde parecía tan dispuesto a dejar y olvidar. Sabía cantar Yip-I-Addy y hablaba de varias duquesas como si las conociera y, en los momentos de mayor inspiración, como si ellas lo conocieran a él. Llegaba incluso a señalarles tachas a las cocinas o las cavas de algunos de los más venerables restaurantes londinenses, en una suerte de "crítica superior" que Vanessa escuchaba llena de anonadada admiración. Y, sobre todo, compartía, al principio con discreción, después con mayor desparpajo, su irritable desagrado por los instintos trashumantes de Clyde. Ciertos negocios relacionados con pozos de petróleo llevaron a Dobrinton a las inmediaciones de Bakú. El placer de resultarle interesante a una audiencia femenina apreciativa lo indujo a desviar el viaje de regreso, para de ese modo coincidir cuanto fuera posible con el itinerario de sus nuevos amigos. Y mientras Clyde traficaba con negociantes persas de caballos, perseguía puercos monteses hasta sus cubiles o completaba sus apuntes sobre las aves de caza de Asia Central, Dobrinton y la dama discutían la ética del decoro en el desierto desde puntos de vista que cada día mostraban una mayor tendencia a converger. Y una noche Clyde cenó a solas, leyendo entre plato y plato una extensa carta de Vanessa en la que justificaba el acto de alzar el vuelo hacia tierras más civilizadas en compañía de un ser más compatible.
Fue pura mala suerte de Vanessa, quien en el fondo era de veras decorosa, el que ella y su amante cayeran en las manos de unos bandidos kurdos el día mismo en que escaparon. Estar presa en una sórdida aldea kurda, en la íntima compañía de un hombre que era apenas su esposo por adopción, y atraer la atención de toda Europa hacia este trance, era tal vez lo menos decoroso que podía pasarle. Y había complicaciones internacionales, lo cual empeoraba las cosas. El informe del cónsul más cercano rezaba: "Dama inglesa y su esposo, de nacionalidad extranjera, retenidos por bandidos kurdos que piden rescate". Aunque Dobrinton era inglés de corazón, el resto de sus miembros pertenecía a los Habsburgos; y aunque esta pieza particular de sus vastas y variadas posesiones no era motivo de gran orgullo o placer para los Habsburgos, quienes gustosamente la habrían canjeado por una rara ave o mamífero para el parque de Schoenbrunn, las reglas de la dignidad internacional los obligaban a exhibir un decente grado de interés por su devolución. Y mientras las cancillerías de dos países tomaban las medidas habituales para obtener la liberación de sus respectivos súbditos, se produjo otra espantosa complicación: Clyde, que seguía el rastro de los fugitivos sin mayores deseos de alcanzarlos pero con el borroso sentimiento de que eso era lo que se esperaba de él, cayó en manos de la misma caterva de bandidos. La diplomacia, si bien estaba ansiosa de hacer cuanto pudiera por una dama en desgracia, dio señas de impaciencia ante esta ampliación de su tarea. Como observara un joven frívolo de la calle Downing, "Con gusto sacaremos de apuros a cualquier marido de la señora Dobrinton, pero permítannos saber cuántos maridos son". Como mujer que valoraba el decoro, Vanessa ciertamente carecía de suerte.
Entretanto, la situación de los cautivos tampoco estaba libre de enredos. Cuando Clyde explicó a los cabecillas kurdos la naturaleza de su relación con la pareja de fugitivos, se mostraron muy comprensivos Pero vetaron cualquier idea de venganza sumaria, puesto que los Habsburgos de seguro insistirían en la liberación de un Dobrinton vivo y en razonables condiciones de integridad. No ponían objeción a que Clyde le administrara una paliza de media hora a su rival los lunes y los jueves, pero Dobrinton se puso de un verde tan pálido al escuchar tamaños planes, que el jefe se vio obligado a suspender el privilegio.
Y así, en la estrechez de una choza de montaña, el mal mezclado trío padecía el insufrible paso de las horas. Dobrinton estaba demasiado asustado para tener ganas de conversar, Vanessa demasiado mortificada para abrir los labios y Clyde andaba de un humor silencioso. En una ocasión, el menudo négociant de Lemberg cobró ánimos para cantar una trémula versión de Yip-I-Addy; pero cuando llegó a la frase de "nunca fue así el hogar", con ojos anegados Vanessa le rogó que no siguiera. Y el silencio envolvió con creciente insistencia a aquellos tres cautivos que de modo tan trágico habían sido agrupados. Tres veces al día se arrimaban entre sí para ingerir la comida que les habían preparado, como animales del desierto que se juntan en silenciosa suspensión de hostilidades en el abrevadero, y luego se apartaban para reanudar la vigilia de la espera.
A Clyde lo cuidaban con menos atención. "Los celos lo mantendrán al lado de la mujer", pensaban los captores kurdos. Ignoraban que un amor más salvaje y sincero lo llamaba con mil voces, más allá de los límites de la aldea. Y una noche, al descubrir que no recibía la atención debida, Clyde se escabulló montaña abajo y reemprendió el estudio de las aves de caza del Asia central. En adelante los otros cautivos fueron custodiados con mayor rigor; pero de todos modos Dobrinton lamentó poco la partida de Clyde.
El largo brazo (quizás sería mejor decir "la larga bolsa") de la diplomacia aseguró por fin la liberación de los prisioneros, si bien los Habsburgos no habrían de disfrutar de los honores de aquel gasto. En el muelle del pequeño puerto sobre el mar Negro en donde la pareja rescatada volvió a entrar en contacto con la civilización, Dobrinton fue mordido por un perro, al parecer rabioso, aunque a lo mejor sólo tenía poco criterio selectivo. La víctima no esperó a que aparecieran los síntomas de la hidrofobia, sino que se murió del susto de una vez; y Vanessa hizo sola el viaje de regreso, con la vaga sensación de llevar levemente restaurado el decoro. Clyde, en las pausas que le dejó la corrección de las pruebas del libro sobre las aves de caza de Asia central, encontró tiempo para sacar adelante una demanda de divorcio ante las cortes, y tan pronto como pudo corrió a las agradables soledades del desierto de Gobi a recoger material para una obra sobre la fauna de aquella región. Vanessa, en virtud quizás de su anterior familiaridad con los rituales culinarios de la merluza, obtuvo un empleo entre el personal de cocina de un club del West End. Nada despampanante, pero al menos quedaba a dos minutos de Hyde Park.