miércoles, 9 de enero de 2013

Cuento corto: Musa (José Luis Algar García)


Llovía en París.
El agua resbalaba por las paredes grises de la gare d’Austerlitz. Tan grises como el cielo y con el mismo aspecto pétreo. Las gotas de agua golpeaban el ala del viejo sombrero de fieltro de Gaspar, que alzó la vista y miró la esfera del reloj de mil ochocientos sesenta y siete situado encima de la estación.Con un movimiento casi imperceptible, la aguja negra cayó sobre el número doce.
Era mediodía, pero el sol, escondido entre las nubes, no se dignaba a recibirle. Oyó el silbido reverberado de un tren que se marchaba por la gran nave de la estación. Solo, plantado delante de la gare se sentía un como un extranjero en su propia tierra, tan gris y anacrónico como el vetusto reloj. Apretó con fuerza el cordel que tenía anudado a modo de asa a una maltrecha caja de cartón que empezaba a estucarse de redondeles oscuros; los cadáveres de las gotas de agua que venían a morir contra ella. En aquella caja llevaba todos sus escritos. Acumulados en pequeñas libretas con la espiral desenroscada como una serpiente amenazante, en inservibles documentos con el sello del ejercito francés, incluso en un libro de cuentas que encontró en las ruinas de un edificio alemán.
Sus compañeros de batallón se podían reír de él, pero su poder —repetía Gaspar y otra vez para justificarse —, estaba en la pluma y no en el fusil. Y sus compañeros estallaban en carcajadas y le llamaban marica mientras él se encajaba el casco, bajaba la mirada sobre su cuaderno y seguía escribiendo, como si cada mofa fuese una idea que había que apuntar para no olvidar. También era muy típico de Gaspar aludir a Truman Capote, pues como él, presumía de retener el noventa por ciento de las conversaciones. Podía recordar discusiones enteras y luego transcribirla con todo lujo de detalles, respetando la spontaneidad de lo oral.
En su uniforme de soldado francés no podía faltar una pequeña libreta de bolsillo con un bolígrafo atado con un cordel a la espiral, así, mientras el pelotón se resguardaba en las trincheras y el fuego bramaba al otro lado de la línea de defensa, Gaspar escribía bajo un incesante ruido de ametralladoras y explosiones que hacían que la tierra estallase y cayese en grandes copos sobre su libreta. —Escribo con sangre y sudor—, decía Gaspar aludiendo a lo real de sus narraciones. Antes de que un avión enemigo tocase el suelo, su rápida muñeca anotaba la rabia de su caída contra el suelo, como una colosal ave, el morro aplastándose con fuerza, el estallido del tanque de combustible y la consiguiente bola de fuego que se elevaba al cielo.
Sufría una suerte tremenda y digo sufría porque Gaspar odiaba no poder escribir sobre el sufrimiento en primera persona. Salía ileso de en cuantos embrollos se metía. Y aunque un convoy estallase por culpa de una mina enemiga, Gaspar salía despedido del vehículo y se posaba, casi con gracia, sobre la hierba, mientras sus compañeros se fracturaban los huesos y pedían a gritos un médico. El día que una bala perdida traspasó el parapeto y luego su mano izquierda, gritó más de alegría de que dolor. Luego, mientras una bella enfermera le curaba la herida de la mano, él escribía con la otra — ahora que la cosa está reciente, antes de que se me olvide la intensidad de este dolor—. Y mientras escribía la palabra “dolor” en su cuadernillo de rallas una gota de sangre desertora cayó encima de las cinco letras envolviéndolas, casi dándoles la razón.
Gaspar siempre decía que la historia la escribían los ganadores y él, que era un perdedor desde que la comadrona le palmeó las nalgas y le dijo a sus padres —es un niño—, se negaba en redondo a que su historia fuese escrita por aquel que lo aplastase. Así que tituló a la obra su vida “memorias de un perdedor”. Las memorias le pesaban en la cabeza, en el corazón y un poco mas abajo. Se cambió la caja a la mano izquierda y se miró la otra; tenía las falanges blancas, con la marca de la cuerda como un surco y las puntas rojas. Abrió y cerró la mano para recuperar el riego y echó a andar. Con sus botas militares iba rompiendo su imagen reflejada en los charcos. París en paz, como si nunca hubiese habido
una bala atravesando aquel aire y el agua serpeando por el borde de la calle, por donde antes corría sangre, como si nunca se hubiese roto una vida contra aquellas aceras. Recorrió las calles mecánicamente. Gaspar, tan fuera de sitio con aquel uniforme de un color que solo puede describirse como verde militar. Se sabía el camino de memoria, como si no llevara cinco años fuera de su casa. Dónde antes había una pastelería de grandes ventanales y fachada de madera ahora había una moderna tienda de modas, como si la guerra hubiese cambiado el denso olor de los pasteles por la inocua tela.


El edificio dónde se encontraba su pequeño piso de recién casado seguía en el mismo lugar. Una mano de pintura lo había dejado mas decente, aún así, la misma grieta de siempre, fina como un cabello, nacía a un lado de la puerta de la entrada y moría a la altura del primer piso, porque hay cosas que siempre están en el mismo lugar y nunca cambian. Empujó la puerta de entrada que previsiblemente se abrió pues nunca había cerrado bien. Gaspar se acercó a los buzones, alineados y bruñidos como una dentadura de oro. Su buzón estaba donde siempre; el segundo de la segunda columna. No había ningún
nombre escrito, solo el fantasma de lo que antes había sido una etiqueta con su nombre y el de su mujer, su Musa. Metió el dedo pequeño en la ranura del buzón, con la uña de la mano movió el pasador y abrió la portezuela. Una carta solitaria descansaba en el pequeño receptáculo. Gaspar la cogió. Era un simple extracto de banco. Leyó el destinatario de la carta y entonces lo entendió todo.
Cuando recuperó la conciencia se dio cuenta de que seguía de pie delante de los buzones. La carta se le había caído de los dedos y descansaba a sus pies. Se dirigió a las escaleras sin cerrar el buzón ni coger la carta. Para tranquilizarse, fue contando los escalones. Cuando llegó a los treinta se encontró ante la puerta de su casa y seguía igual de perdido. Tenía frío. Gaspar nunca había sido capaz de pensar con tranquilidad con los pies mojados, como si la sangre se le fuese a los pies y dejase el cerebro seco y estúpido, a punto para tomar decisiones absurdas. Sacó la llave de la puerta del bolsillo y la metió en la cerradura. Entonces, escuchó un sonido crepitante que venía del interior del piso y solo podía ser la aguja del tocadiscos leyendo los surcos de un vinilo. Escuchó las primeras palabras de la canción paralizado.


—Le ciel bleu sur nous peut s'effondrer, et la terre peut bien s'écrouler, peu m'importe si tu m'aimes, je me fous du monde entier—.

Gaspar recordó el día que su destacamento pasó la noche en aquel pueblo cerca de Angoulême. Un matrimonio joven le acogió en el austero cuarto de invitados. Tomó una cena espartana y se marchó a dormir. Tumbado en la cama, en la oscuridad de la noche, los violines de l’hymne a l’amour rompieron el silencio en dos. Se levantó y bajó las escaleras poco a poco. La música venía del pequeño comedor. Gaspar entreabrió la puerta lo justo para poder mirar sin ser visto. A la luz de las velas, la pareja bailaba abrazada al son de la canción. Ella, con un hilo de voz, le cantaba al oído. —El cielo azul se puede
hundir, la tierra se puede desquebrajar, nada me importa si tú me amas, yo me río del mundo entero—. Aquel había sido el mantra de Gaspar contra la locura durante la guerra; nada le importaba porque tenía a su Musa por bandera, como un escudo contra todo.
Giró la llave en la cerradura, abrió la puerta de su casa y la música se hizo más evidente. Desde la entrada se veía el comedor. La sombra de su Musa atravesó la estancia sin reparar en Gaspar y se fue hacia la cocina. Gaspar cerró la puerta poco a poco y atravesó el pasillo en penumbra. Sus botas dejaban huellas de agua. La voz de la môme reverberaba por las paredes del pequeño piso. Atravesó el pequeño comedor que había cambiado después de tanto tiempo. Los viejos sillones habían sido substituidos por un largo sofá con chaise-longue y la mesa camilla por una mesa de centro de cristal. En la ventana que daba al balcón, las gotas de agua jugaban al gato y al ratón y un París gris se extendía hasta el horizonte. Solo la torre Eiffel sobresalía cómo un signo de exclamación en la lejanía. Gaspar miró hacia la cocina y allí estaba su Musa. De espaldas a él y de cara a la ventana que daba al patio de luces, preparando la comida y cantando en voz baja a dúo con el tocadiscos. Estaba tan hermosa como siempre. El cabello rubio le caía como una cascada dorada, su cuerpo tenía caminos de guitarra y lustre de manzana. Gaspar se conocía aquel cuerpo de memoria. Sabía que la distancia entre sus dos pezones era de trece dedos puestos uno al lado del otro verticalmente, cada uno de sus pezones en erección tenía la misma longitud que la distancia entre la cutícula de la uña de su dedo corazón y la punta. Cuantas veces había dibujado formas geométricas con los dedos sobre la constelación de pecas de su espalda o había calculado la proporción del triangulo de su pubis.

Gaspar derramó una lágrima mientras sacaba su pistola d'Ordonnance del bolsillo. La Musa ni siquiera fue consciente de su propia muerte cuando la bala de 8mm le atravesó el cráneo. Una rosa de sangre brotó en la ventana. La Musa perdió la fuerza en las piernas, dobló las rodillas y cayó al suelo boca arriba. La bala le salió por la frente, dónde tenía un pequeño agujero negro. Gaspar quedó inmóvil viendo como la sangre abandonaba el cuerpo de su Musa. Se acercó al aparador del comedor y cogió una foto. En ella, su Musa y un desconocido posaban en alguna calle de la ciudad. El desconocido debía ser Jean-Pierre, el destinatario de la carta del buzón. Su Musa le había olvidado y substituido mientras Gaspar se jugaba la vida en las trincheras. La canción acabó y con ella el sentimiento de que nada importa si hay amor, porque el suyo yacía muerto sobre el linóleo de la cocina. La cicatriz del antiguo agujero de bala le latió en la mano cuando miró los ojos vidriosos de su Musa.
Cogió una silla y se sentó de cara a la puerta de entrada. Se tocó las piernas cansadas y se pasó una mano por la cara. Jugueteó con el gatillo del arma entre los dedos mientras pensaba a que hora llegaría Jean-Pierre a casa y si este tendría tiempo de reaccionar cuando le viese el arma. Para hacer tiempo, Gaspar movió la aguja hacia otro surco del disco. Je ne regrette rien comenzó a sonar. No me arrepiento de nada. Abrió su caja cartón y sacó un pequeño bloc. Aún quedaba la mitad por rellenar. Tomó el pequeño bolígrafo anudado a la espiral y comenzó a escribir: “Llovía en París. El agua resbalaba…”
Entonces, alguien abrió la puerta de casa.

Nota del autor: Este relato lo escribí hace un par de años en un par de ratos libres en el trabajo. Como lo hice a espaldas de mi jefe no pude documentarme y lo más seguro es que esté lleno de anacronismos. Me niego a revisarlo por no cargarme el pequeño clima que le di en su día. Además creo que los posibles errores en vestuario, fechas… no interfieren con el sentido del relato.


José Luis Algar García