-Parece que pica -murmuraba Peplov, temblando de impaciencia y frotándose las manos-. Mira, Petrovna... Tan pronto como empiecen a hablar de sentimientos, descuelgas la imagen de la pared y entramos a bendecirlos... Quedarán cogidos. La bendición con la imagen es sagrada e irrevocable... Ni aunque acuda al juzgado podrá ya volverse atrás.
Al otro lado de la puerta estaba entablado el siguiente diálogo:
-¡Nada de su carácter!... -decía Schupkin, frotando una cerilla en sus pantalones a cuadros para encenderla-. Le aseguro que yo no fui quien escribió las cartas.
-¡Vamos no diga!... ¡Como si no conociera yo su letra! -reía la damisela lanzando grititos amanerados y mirándose al espejo a cada momento-. La reconocí en seguida. ¡Y qué cosa tan rara!... ¡Usted, profesor de caligrafía y haciendo esos garrapatos!... ¿Cómo va usted a enseñar a escribir a otros si escribe usted tan mal?...
-¡Hum!... Eso no significa nada, señorita. En el estudio de la caligrafía lo principal no es la clase de letra..., lo principal es mantener sujetos a los alumnos. A uno se le pega con la regla en la cabeza..., a otro se le pone de rodillas... ¡Pero la escritura! ¡Pchs!... ¡Eso es lo de menos!... Nekrasov era un escritor y daba vergüenza ver cómo escribía. En sus obras completas viene una muestra, ¡qué muestra!, de su caligrafía.
-Sí..., pero aquel era Nekrasov, y usted es usted... -un suspiro-. ¡A mí me hubiera encantado casarme con un escritor! ¡Se hubiera pasado el tiempo haciéndome versos!
-También yo puedo hacerle versos si lo desea.
-¿Y sobre qué sabe usted escribir?
-Sobre el amor..., sobre los sentimientos.... ¡Sobre sus ojos!... Cuando los lea usted se quedará asombrada. ¡Le harán verter lágrimas! Dígame: ¿si yo le escribiera unos versos llenos de poesía me daría a besar su manecita?
-¡Vaya una tontería!... ¡Ahora mismo si quiere! Bésela.
Schupkin se levantó de un brinco y con ojos que parecían prontos a saltársele apretó sus labios sobre la mano gordezuela que olía a jabón de huevo.
-¡Descuelga la imagen! -dijo apresuradamente Peplov, dando un codazo a su mujer, palideciendo de emoción y abrochándose los botones de la chaqueta-. ¡Anda, vamos! -y sin perder un segundo abrió la puerta de par en par-. ¡Hijos! -balbució, alzando las manos y con lágrimas en los ojos-. ¡Que el Señor los bendiga! ¡Hijos míos!... ¡Vivan! ¡Sean fructíferos y multiplíquense!...
-¡Yo!... ¡También yo los bendigo! -dijo la madre, llorando de felicidad-. ¡Sean dichosos, queridos míos! ¡Oh!... -prosiguió, dirigiéndose a Schupkin-. ¡Me arrebata usted mi único tesoro!... ¡Quiera a mi hija! ¡Mímela!...
La boca de Schupkin se abrió de asombro y de susto. El asalto de los padres había sido tan inesperado y tan atrevido que no podía pronunciar una sola palabra.
«Me han cogido... Me han cogido... -pensó, preso de espanto-. Te ha llegado el fin, hermano... Ya no te escaparás...» Y sumisamente presentó su cabeza, como diciendo: «¡Tómenla..., estoy vencido!»
-¡Los... ben.., bendigo... -prosiguió el padre; y empezó a llorar también-. ¡Natascheñka!... ¡Hija mía!... ¡Ponte a su lado!... ¡Petrovna, trae la imagen!
Pero en aquel momento el llanto del padre cesó y su rostro se alteró con furia.
-¡Zoquete!... ¡Cabeza huera! -dijo, dirigiéndose con enfado a su mujer-. ¿Es ésta acaso la imagen?...
-¡Ay, Dios mío!... ¡Virgen Santísima!...
¿Qué había ocurrido?... El profesor de caligrafía levantó temerosamente los ojos y se vio salvado. En su precipitación, la madre había descolgado equivocadamente de la pared el retrato del literato Lajechnikov. El viejo Peplov y su esposa Cleopatra, con él entre las manos, no sabían en su azoramiento qué hacer ni qué decir. El profesor de caligrafía aprovechó el momento de confusión y huyó.